Un día del ayer

El reloj indicaba, con sus punteros fosforescentes sobre un fondo negro, que eran ya las siete y cuarto de la tarde. No había pasado mucho tiempo, tan solo quince minutos, pero habían sido la espera más larga que le había tocado vivir. El ansia le carcomía al mismo tiempo que los nervios le decían que no debería estar ahí.

Habían sido unos últimos días de locos. Dos últimos días, para ser más exactos. Toda una montaña rusa de emociones, pasando de la felicidad más extrema a la tristeza más profunda. Rabia, soledad, ansiedad, nervio, vergüenza y más.

Hace dos días que podría haber ocurrido todo, pero las cosas no salieron como esperaba y a punto estuvo de que ese mismo día terminara. Pero por cosas del destino, decidió retractarse. Solo bastó una llamada que no ocurrió en el momento oportuno para que todo hubiera dado un giro imprevisto. Y de la misma manera, un mensaje, enviado a última hora ese día, fue suficiente como para que su animo cambiara.

No sabía nada de ella. No había habido respuesta y tampoco la esperaba. Sabía que ella no podría llamar ni responder al mensaje de manera alguna, pero no importaba. Era un asunto de orgullo, de deseo, de simplemente jugársela. Quizás las cosas nuevamente no saldrían bien, pero al menos quedaría con el gusto de que lo había intentado.

Ese día había sido exageradamente corto, quizás acentuado por una espera interminable, pero los últimos quince minutos, una vez se hubo bajado del tren subterráneo, sin lugar a dudas habían sido los peores. Una parte de él quería salir corriendo, escabullirse lo más lejos posible de allí; pero aquella que le hizo mandar aquel mensaje —«El jueves te paso a buscar a las 19hrs.»—, le hacía mantenerse ahí. Sabía que era la última oportunidad. Al menos la última de parte de él.

Tomó el celular, y buscó entre los contactos hasta encontrar su nombre. Levantó el brazo nuevamente para confirmar, por enésima vez que eran las siete y cuarto de la tarde. Su corazón latía fuerte y temía que no le saliera la voz. Al comenzar a llamar, los tonos que no acaban nunca le estaban crispando los nervios. Quería cortar. Quería irse.

Pero a pesar de todo aguantó.

Cuando escucho la voz de ella al otro lado del celular, una parte de él se relajo. Comenzó a caminar en dirección a ella, mientras hablaban y aceleró el paso una vez cortaron. Quizás haya sido por los nervios o por el desconocimiento de aquellas calles abarrotadas de gente apresurada por llegar a algún lugar, posiblemente algún centro comercial; incluso por las pocas señas que ambos se dieron al llamar, pero el camino que había tomado era el equivocado, y tras un rato más de espera y una nueva llamada, se dirigió aún más rápido a donde estaba ella.


Mientras hacía aquel recorrido, no dejaba de pensar cuanto deseaba irse, y cuando deseaba verla. Había sido un simple capricho el que le había acercado a ella, hacía ya casi un año. Una sugerencia por internet, un mensaje sin intención, una respuesta no esperada. Todo se había juntado en esos momentos para conocer a alguien que, de cualquier otra forma, jamás habría aparecido en su vida.


«La casualidad no existe». Se repetía una y otra vez como si intentara convencerse de algo.

«La casualidad no existe». Se decía a cada paso que daba entre la multitud de gente que le separaba de ella.

«La casualidad no existe». Se decía cada vez que recordaba como se había dado todo. Como se habían conocido. Como no se habían podido ver hacía dos días atrás. Como decidió que ese día, él tenía que estar ahí.

Vio los letreros de las calles y el local que ella le había mencionado. "Farmacias...", rezaba el nombre de la tienda. Por un momento un asomo de un pensamiento —«No es un buen lugar para...»— se le cruzó por la cabeza, pero se vio interrumpido en cuanto la observó.

La había visto por fotos en varias ocasiones, pero aún así dudó. Se acercó lentamente y su corazón se aceleró al nivel del nerviosismo, en cuanto ella le confirmó que era quien estaba buscando con un gesto de cabeza, lento, tímido, corto.

Le observó los ojos, unos ojos profundos, inteligentes, tímidos, melancólicos; y tan solo eso bastó para que perdiera la cabeza en aquel lugar.

Le dio un beso en la mejilla, y la abrazó fuertemente mientras que en su cabeza, los pensamientos otrora tranquilos, ordenados y calmados, se elevaban como parvada y perdía el sentido de ubicación. En ese momento solo había una cosa en el mundo. Ella.

Notaba su corazón acelerado, y lo siguió notando durante todo el tiempo que estuvo a su lado. Mientras la tomaba de la mano y la llevaba a caminar y a comer. Mientras esperaban aquellas empanadas. Mientras se reían y coincidían en frases y pensamientos. Mientras se regresaban a sus hogares. Mientras se abrazaban como nunca antes había sentido necesidad de hacerlo. Mientras deseaba que solo él pudiera perderse en la inmensidad de aquella mirada que amó en cuanto la observó.

Aquel día olvidó todas sus promesas, sus palabras, sus temores y sus resguardos.

Porque desde aquel día, se había comenzado a enamorar.