Sueños de una flor


Había abierto los ojos.

El mundo que la rodeaba era extraño. Podía ver un tono azulado hacia arriba, con manchas blancas. A lo lejos podía ver un tono verdoso que lo inundaba todo. Habían motas a su alrededor. Muchas. Distantes. Que rompían la monotonía de un mar de tonalidades verdes. Sabía, con ese conocimiento que da el sentirse igual a otros, que algunas de esas motas eran como ella.

Podía sentir los sonidos que le rodeaban: del mar verde al moverse, o de aquellos extraños seres que a veces aparecían de él. De las sombras que llegaban del espacio azul, de los pequeños seres que zumbaban a su alrededor y del susurro, tímido a veces, de aquella sustancia que los rodeaba y la hacía mecer a su paso.

Pero lo que más le hacía feliz, era el calor que le rodeaba, y que sentía cada día. Sabía de donde venía. Podía sentirlo mientras la rodeaba, resguardandola entre sus cálidos e invisibles abrazos. Podía sentirlo mientras despertaba de sus largas horas de sueño, acariciándola con su calor, cual si fueran amantes. Le alegraba los días verlo, a pesar de la distancia. Se sentía enamorada. O quizás realmente lo estaba.

Estaba completa. No deseaba nada más que despertar de su sueño con el cálido abrazo de su amante, sentir la presencia de sus similares y los sonidos y sensaciones que inundaban su mundo. No le faltaba nada y tampoco deseaba nada.


Aquella noche llegó como cualquier otra. Ella cubriendo su delicado cuerpo antes de que el calor la dejara. El tránsito lento de su amante al dejar, cubierto de vergüenza, su mundo. A la espera de poder verlo al día siguiente una vez más. Al ennegrecer del mundo que ella conocía. Pero el nuevo día no fue igual.


Estaba despertando, pero sabía que había algo diferente. Miró hacía arriba, aún envuelta en la niebla del despertar.

Y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Estaba en otro lugar. Pequeño y blanco. Y con ello notó que el calor que el día anterior le había acompañado, se había ido. Comenzó a buscar con la mirada a su alrededor por su amante, pero no lo vio. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Qué había sido de su amor?

En eso sintió que un dolor le recorría los pies. Un dolor constante. Y al observar a su alrededor, tampoco vio el mar verdoso ni las demás motas de colores que esperaba ver. Estaba rodeada de ellas, pero las sentía frías, recelosas, asustadas. Y nuevamente se asustó al sentir que su comida era menos sabrosa que el día anterior. «Es como si no tuviera ningún sabor», pensó. Pero comió igual. Debía alimentarse.

Aquel día se sorprendió del lugar, pero no para bien. Y añoraba aquel calor que no había. Al llegar la noche, el frío se hizo mayor. Pero notó que la oscuridad no la envolvía. Al contrario. Miró hacía arriba y lo vio. Pero se extrañó cuando lo observó en distintas partes al mismo tiempo.  «¿Qué pasa acá?», se preguntaba una y otra vez, sin hallar una respuesta. Intentó sentir el calor que venía con su presencia, pero no lo encontró. Decepcionada y triste, se durmió.

El día siguiente fue igual. Y el que seguía a ese.

Al décimo día, sabía que ya no lo volvería a ver. Sabía que las noches no serían oscuras ni que los sonidos, que las sensaciones que recordaba, no volverían a llegar. Los recuerdos le llegaban como si fueran sueños de alguien más. No podía creer que hubiera sido ella misma quien los hubiera vivido.

Se sentía vieja y débil. Pero por sobre todo se sentía fea. Había notado como todo aquello que le hacía ella se había ido cayendo y el mirar hacía abajo, solo le ayudaba a sentirse peor. La herida que tenía a sus pies no había dejado de doler, a pesar del tiempo transcurrido. Y la comida no le había ayudado a fortalecerse. Era insípida y menos nutritiva. E incluso le había ayudado a enfermar.

De sus compañeras, había visto como se llevaban a una y otra durante aquellos días. De las que había visto, aquel día en que las cosas cambiaron, quedaban tres. Y sin incluirse a ella misma. Las demás eran nuevas. Todas llegaban igual como había llegado ella, con miedos e inseguridades.

Ese día, cuando aquel ser gigante se acercó a ella, supo que había llegado su turno. Lo esperaba. En su interior, algo le decía que no podría durar mucho tiempo más. Se preguntó que ocurriría a continuación.


Y cuando la persona la tomó entre sus manos, y la reemplazó por una nueva, aceptó su destino. Vio como el mundo se transformaba de un lugar cerrado y blanco, a uno gigante y azul. Pudo sentir la caricia de una sustancia invisible que había olvidado. Pudo observar como el mar verde se mecía suavemente. Pudo notar como las motas coloreadas inundaban ese mar, sin llegar nunca a ocultarlo. Pudo palpar como el calor la rodeaba y al ver, miró a su amante a la distancia. Y fue feliz una vez más. Sabía que sería la última vez que lo vería. Sabía que no podría volver a disfrutar de toda la belleza de su juventud, pero no le importó. Una lágrima rodó de ella, al darse cuenta que todos aquellos ensueños que le rodearon durante ese último tiempo, habían sido vestigios de un pasado hermoso, de un pasado que añoraba.

Se sintió alzar con fuerza, y vio el mundo girar a su alrededor.

Se sintió caer, y hundirse en aquel mar de verde color.

Y una juventud, que no recordaba, le inundó nuevamente ante la perspectiva de que aquel sería el lugar de su descanso.

Y se cubrió una vez más, para dejar el mundo que había conocido, en el sueño de una noche, a la luz del día, de la que no volvería a despertar.

Caminos Previstos

El sonido corto de un mensaje.

Luego otro.

Y otro más.

Unos ojos que intentaban ocultar la tristeza de un futuro conocido, mas no deseado.

Un cruce de miradas. Cómplice. Lánguido. Inseguro. Y una cabeza que gira para ocultar el dolor de lo que ha de ocurrir. Una cabeza que llora en silencio por lo que ha de hacer.

Las sombras danzan bajo el alero de los sueños no iniciados, de las esperanzas rotas, de los futuros inconclusos. De fondo resuenan los tormentos, pensamientos fugaces, estadios de conciencia que ninguno quiso nunca admitir.

Y llega la hora prometida.

En aquella atmósfera cargada de indolencias, de gente apresurada, de instantes superfluos; ellos se abrazan, se observan, lloran y se desviven en un beso. Un último beso. Una promesa rota en el fragor de la pasión. Una pasión que los atemoriza y los ensalza. Una pasión que destrozó murallas. Que erigió emociones, confianzas y pesares.

Y había llegado la hora de bajar el telón.

Con una mirada, tan solo una mirada.

Constante desde que se separaron.

Aquella que decía "Adiós".


Dedicado a Carito. Gracias por la confianza <3